Playa en otoño
Las historias nunca llegan solas. Están plagadas de imágenes y recuerdos y retazos de otras historias que nos recuerdan otros tiempos, otros amaneceres, otras sensaciones.
En el último círculo de historias vino a mí una historia de hace muchos atardeceres ya, una playa en Chile, uno de esos atardeceres que crean un antes y un después.
Estábamos en un punto del viaje en que no sabemos bien por qué seguíamos juntos. Una de esas épocas en que el amor es un papel delgado que se puede rasgar en cualquier momento. Llevábamos una semana en Valparaíso, que merece cada letra de su nombre, si no olvidas también su sabor a nostalgia y a bruma. En medio de ese sueño, yo acababa de abrir un baúl de feminidad que llevaba muchos años escondido en mi subconciente. Suavidad y nostalgia y dolor y una grieta por donde se empezaban a filtrar todas las lágrimas que vendrían después, varios años después.
Pero mientras tanto yo andaba como embotada, psíquicamente inestable, como si en cualquier momento se me fuera a desmoronar la realidad. Sin centro, miraba todo como a través de un velo que no había decidido si me molestaba o me protegía. Quizá las dos cosas.
Las dos horas en bus desde Valparaíso hasta el pueblo de pescadores fueron silenciosas y extrañas. Íbamos porque alguna vez dijimos que teníamos que ir, aunque de eso ya habían pasado varias lunas, y mejores estados de ánimo.
La playa en otoño. La luz amarilla de un sol que se tardará un par de horas en caer. No hace calor, ni demasiado frío. Hay poca gente en la playa, ningún turista. Quizás un niño juega por ahí. Caminamos sin hablar. Nos sentamos en la arena, en cualquier parte. El mar huele a nostalgia y a cosas que se terminan. Estoy triste porque estamos tan lejos. Estoy tan lejos. No sé cómo estar con él, cómo acercarme. Es como si hubiera descubierto una pared entre nosotros que nunca había visto, en medio de esa mujeridad que me envolvía de repente y de su masculina ausencia disfrazada de interés por otra cosa. Que esa otra cosa fuera un libro de cómics solo lo hacía más evidente, quizá más doloroso. Yo quería un abrazo, una mirada tranquilizadora, quizá uno de esos argumentos con que desbarataba todas las complejidades y al final nada resultaba tan en serio, ni la peor de mis depresiones. Debo admitir en su favor que nunca se lo pedí, algo que las mujeres debemos aprender.
Pero esa vez no. Esa vez él estaba, también, en su propia lucha, su propia sorpresa interior, descubrirse diferente, descubrirme diferente, y no saber muy bien cómo manejar ese torrente de emociones y sensaciones nuevas y contradictorias. Estar ahí queriendo estar en otro lado, quizás en un territorio menos inestable, donde todo fuera más fácil.
Me dijo cualquier cosa, cualquier frase suelta que no era la que yo esperaba. Recuerdo que empezaba con «ustedes las mujeres…», y que con ella deslegitimaba todo mi derrumbe anímico. Como si yo estuviera inventándome todo, como si sólo fuera una escena de histeria femenina, como si no me pasara nada {o eso fue lo que yo interpreté, podría haber sido cualquier otra cosa, nunca lo hablamos}. No hubo abrazo, ni lugar para complicidades. Seguramente él no entendía. Es que ni siquiera lo entendía yo misma, de dónde salían todas esas ganas de llorar. ¿A quién? ¿Por qué? ¿Acaso no hace falta una razón, para llorar?
Algo se rompió justo allí, esa tarde. Lo sentí de inmediato. Como un jarrón de porcelana fina que se estrella contra el piso en mil pedazos de cerámica deshecha. Algo imposible de rehacer. Algo que estaba en medio de la relación, que afectaría todo. Algo imposible de ignorar. Era como haber descubierto un abismo infranqueable entre los dos, una distancia que nunca podría ser salvada.
La sensación fue primero física. Necesitaba alejarme de su presencia. Me levanté, lo dejé allí con sus cómics en medio de la arena. Caminé con el mar a mi izquierda, hacia el norte. La playa se curvaba hacia la derecha y quince minutos después ya estaba lejos de su vista. Las enormes rocas se desparramaban sobre el mar. Unas gaviotas revoloteaban por allí cerca. Las olas caían sobre la rompiente llenándolo todo de espuma. Caminé sobre las rocas, cerca del agua, alejándome del camino de los transeúntes. Los colores de un atardecer pálido empezaban a dibujar el cielo. Una luna creciente bajaba sobre el horizonte del mar. Era un paisaje perfecto, un atardecer perfecto. Idílico. Y nosotros estábamos tan lejos uno del otro como se podía estar. Largamente lloré.
Temblor, temblor en las manos, en la boca del estómago, río que fluye.
¿Río de qué? De vida, río de estar viva.
Que fluye al sur, allá lejos, en un infinito más allá de mí.
Todo pasa, todo fluye, todo se hace pasado, por eso el presente.
Y siento que necesito algo, ahora, luego, todo el tiempo. Gritar, salir corriendo…
La idea fue clara y nítida, en ese momento. Como si me hubiera estado esperando, justo allí en esa playa, durante todos los meses que llevaba de viaje. Fundida en la nostalgia del atardecer, sentí el impulso profundo de levantarme y seguir caminando hacia el norte, con lo que llevaba puesto, bordeando la línea de la costa, hacia otros pueblos de pescadores, hacia otra vida. Dejar de ser yo, cambiar de nombre y cortar todo lazo con mi pasado, con mi historia hasta ese momento. Perderme de amigos, familia, conocidos. Perderme de él. Podía hacerlo, lejos como estaba de todo y de todos, bastaba un pequeño impulso para tomar la decisión. Él aún no había venido a buscarme y de todos modos yo no sabía cómo volver y mirarlo otra vez a los ojos.
Lo sopesé en serio. Una nueva vida. Otra yo. Había sido tan turbulento mi ánimo en esos días que de todos modos no pensaba que podría ya nunca volver a ser la misma. Ese cielo y ese mar me habían cambiado tanto que me sentía completamente en blanco, todo podía ser. Era muy delgado el hilo que me unía allí con mi pasado. Delgado y doloroso. Imaginé ese nuevo futuro, yo extraña y extranjera rodeada de gentes nuevas, sin patria, sin pasado. Imaginé buscar un nuevo oficio, tener un nuevo nombre, anónimo y desconocido, construirme otra vida.
Y en esa fracción de atardecer mi mente vagó por ciudades lejanas y se posó en una esquina, en el cruce de calles de cualquier pueblo desconocido. Yo solitaria y algo cansada, con muchos caminos recorridos, con miles de historias encima. Me siento en la acera, mirando cualquier cosa y me descubro en ese futuro imaginario pensando en él. Extrañándolo. Deseando nunca haberme ido. ¿Y si me hubiera quedado…?
¿Qué sentiré cuando lo extrañe? Eso debí preguntarme, y mi corazón lo sabía. Sabía que iba a extrañarlo. Que llegaría el día en que ya no recordaría lo que tanto me había ofendido, en que ya no me importaría; pero sabía que ese día seguiría extrañando su mirada, su olor, su cercanía. Y extrañaría incluso que fuera tan crudo, tan despiadadamente honesto. Pues todo lo que había hecho era decirme exactamente lo que pensaba: que no entendía nada de lo que me estaba pasando. Que no podía sentirlo, ni comprenderlo. Yo me había asomado a su forma de ser hombre, a su modo masculino, simple y recio, de ver el mundo. Comprendí que en verdad existía esa barrera infranqueable entre los dos, pues un hombre no entiende lo que siente una mujer, y una mujer no sabe de las necesidades de los hombres. Conversan siempre desde lugares distintos, pero muchos no lo entienden y por eso se gritan, como si con eso pudieran salvar esa distancia. Comprendí que me había herido, pero que en el fondo me había hablado con una voz verdadera. Lo que me hirió, ahora lo veo, no fue su palabra cruda, sino el saber que con ella describía su sentir verdadero. Ninguna máscara había tratado de ocultarlo. Y mi corazón sabía que un día extrañaría eso en un hombre, en cualquier hombre.
Entonces entendí que lo que se había roto era esa imagen prístina de la relación perfecta, donde nos entendemos tanto y nos llevamos tan bien y nos complementamos y somos tan perfectos el uno para el otro que deseas que nunca termine y te instalas cómodamente en esa isla de atardeceres rosados en forma de corazón. En esa isla fantástica del amor nunca llueve ni se pone el sol y siempre hay calor y sonrisas, abrazos y buenos deseos. Pero si quieres conocer verdaderamente el amor, tienes que sacar fuera los corazones de pastel y el algodón de azúcar, dejar que el sol se ponga y que llegue la oscuridad y en medio del frío de la noche oscura mirar al amor a los ojos (sí, al amor oscuro) y ver entonces lo que hay: dos personas que tratan de comunicarse desde dos orillas opuestas de un mismo río. Distintas historias, distintos pasados, distintas maneras de comprender el mundo. Y aunque uno vea el río correr hacia su derecha y el otro hacia su izquierda, los dos pueden ser capaces de confiar en el amor y lanzarse a la corriente, los lleve a donde los lleve, por tener el placer de nadar juntos y estar vivos un rato, aunque tarde o temprano cada uno tenga que volver a su propia orilla. Lanzarse al agua es difícil. Confiar en que la corriente puede llevarnos a conocer otros mundos distintos del nuestro requiere un acto de valentía. Confiar en el amor aunque no todo sean atardeceres rosa equivale a confiar en lo desconocido. Amar aunque duela, aunque haya cosas que se rompan por dentro, aunque tengamos que morir un poco de vez en cuando.
Hay heridas, hay incomprensiones, hay esferas completas de la realidad que es imposible compartir con el otro. Pero eso no significa el fin de una relación. Que no sea perfecta no la hace imposible (más aún, una relación perfecta es perfectamente imposible). Pues esa es la aventura del amor… La de atreverse a amar aunque no haya príncipes azules ni princesas encantadas. Aunque seamos oscuros y dolorosos, aunque un demonio pueda acecharnos desde otra mirada y arañarnos el corazón cualquier tarde de otoño. Alguien me dijo alguna vez que lo que le parecía maravilloso del amor era ver cómo un alma es capaz de conmoverse por otra alma, siendo que las dos habitan mundos tan distintos. Pero conmoverse por un mundo distinto del nuestro es aceptar que no siempre vamos a poder entenderlo, y aún así, decidir amarlo. Amar aunque nos hagamos daño de vez en cuando. ¿Quién no se ha hecho daño al amar? El amor es tan grande, incomprensible y total, que no puedes controlar todas sus facetas y alguna terminará empujándote al río, tarde o temprano.
Aquella tarde comprendí que el amor no es una retribución para quien nos ama, ni una escafandra contra la soledad. Amar es decidir amar, a pesar de todo, más allá del interés y del deseo. Y para decidir amar, es necesario creer en el amor, creer en que la corriente del río nos va a levantar aunque al sumergirnos nos aterrorice la oscuridad del fondo. Esa tarde aposté alto: aposté por el amor, a pesar de las heridas. Esa tarde decidí, conscientemente, amar, no por mero impulso sino por convicción.
Nunca me arrepentí de haber regresado, ya con el último asomo de luz, a reencontrar ese corazón y esos ojos que ya no tenían un asomo de dureza. Y ahora sé que lo que se rompió aquella tarde {a lo que no he podido todavía darle un nombre}, tenía que romperse para que la relación fuera más fuerte. A veces el amor debe morir un poco para renacer por completo.
Quiera la Providencia que la voz de nuestro corazón sea fuerte para que no sea acallada por la de un ego herido o un deseo insatisfecho. Que escuchemos a nuestro corazón cantar la alegría del amor libre, el que ama sin miedo.
P.S.: Leo esto aquí publicado y debo admitir que la escena ahora me resulta tan clara e iluminadora sobre lo que nos pasó esa tarde, pero que esa tarde toda era un torrente de sensaciones nebulosas y oscuras, y las cosas que pasaron pasaron también así por todo ello. Creo que la victoria que nos ha permitido seguir siendo compañeros de vida es darnos cuenta de que nos amamos, por encima de todas las pequeñas peleas que olvidaremos con el paso del tiempo. Pienso que el amor se decide a cada momento.
P.S.2: Días después pude leer el cómic que lo tenía tan absorto aquella tarde. Vale la pena leerlo, y lo recomiendo aquí. Ha sido como una revelación en mi vida. Se llama Sandman.
QUE TEXTO TAN HERMOSO Y ENRIQUECEDOR, MUCHAS GREACIAS!
Gracias, Nany. La verdad es que me salió contarlo en el círculo y me pareció tan bella la historia que decidí escribirla. Creo que habla bien sobre lo que pienso que muchos ignoran (o abiertamente niegan) del amor…