Círculo Mandala de arena
Círculo sexagésimo segundo
Luna menguante en Capricornio.
Círculo de historias, en la casa de Esperanza.
Sábado 2 de junio, en la primavera del año del Perro de Tierra (2018 E.C.)
Así se convocó
Los mandalas de arena son creados para traer paz y armonía al mundo. Cuando el mandala es terminado se destruye como símbolo de la impermanencia de las cosas y para promover el desapego al mundo material.
Compartamos historias para reír, acercarnos, sanar y soltar lo que haya que soltar.
Algo sobre el círculo
Todo empieza por un punto. Único y total. Un punto del que nace todo. Un punto sin dimensión, sin medidas, sin distinción. Un punto en el centro de todo, justo en el medio. El origen.
Y donde antes no había nada, empiezan a surgir colores, formas, otros puntos, líneas, límites, triángulos, círculos, flores, ondas. Punto a punto, vamos sumando a ese punto original, contrastando, estirando, creciendo, expandiendo… poco a poco vamos tejiendo un diseño, un tapiz, una red de colores de arena que, punto a punto, son huella de cada historia compartida, cada risa, cada silencio, cada mirada cómplice. Alrededor de ese punto hemos tejido historias, vivencias, experiencias, comprensión. Hemos sumado grano a grano a ese gran mandala, perfeccionando, corrigiendo, o a veces también tolerando el error. Pues todos somos distintos y se trata de sumar, de unirnos, de cooperar, cada cual desde su punto particular.
Punto a punto sumamos siendo conscientes, aunque fuera vagamente, del inevitable final. Pues el mandala de arena nos habla de la impermanencia, del desapego, de la temporalidad, aunque también nos habla de la solidaridad, de la persistencia, y de la libertad.
Inevitable entonces hablar del amor, de los amores, de la inestabilidad de las relaciones, de la fugacidad. De querer aferrarnos a algo en vez de vivir el momento. De apegarnos a alguien en vez de nutrirnos a nosotras mismas. De creer que algo va a ser para siempre cuando ya sabemos que todo cambia.
Soltar
Todo empieza por un punto y todo termina con un punto, el último, el final, el cierre de todos los comienzos, de todas las alegrías, así como de todas las penas. Así, nuestro mandala recibe el último grano de arena y nos permite contemplarlo, y respirar brevemente en el fugaz presente de lo que no será duradero. Inmortalizamos su imagen en nuestra memoria. Una ilusión.
Con los ojos cerrados, le entregamos aquello de lo que queremos deshacernos, eso que ya no queremos ver más en nuestras vidas. Y en círculo, tal como lo tejimos, así mismo lo deshacemos al final. La arena se funde en montones multicolores, y parece al final tan poca, tan breve. La bella imagen del mandala, los colores vibrantes, las formas contrastantes, han desaparecido ya, y son apenas un puñado de arena sin un color definido, el recuerdo de un recuerdo.
Sí, quisiéramos llorar sobre el montón de arena ya mezclada, después de que, al final, el mandala sobre el que llevábamos trabajando tantas horas, sobre el que pusimos tanta atención, tanta concentración, tanta presencia, ha sido deshecho. El colorido dibujo se ha transformado en otra cosa, ha regresado al caos original en el que están ocultas todas las posibilidades.
Así lloramos en nuestra vida, creyendo que hemos perdido algo, sin darnos cuenta de que en realidad nunca lo tuvimos más allá de nuestra experiencia, nuestra vivencia, nuestro estar allí. Una ilusión. ¿A qué podemos aferrarnos, si a pesar de todo la vida sigue sucediendo y no nos permite conservar nada? Lo que creemos eterno es fugaz, lo que pensamos sólido es insustancial, lo que parece inacabable tiene un final.
Así lloramos pensando que algo ha terminado, cuando en realidad todo regresa a su estado potencial, que en el universo es infinito. Hay comienzos detrás de cada final, y vida detrás de cada muerte, pues el mandala mismo es una ilusión. La arena que lo compone no cambia, antes y después de deshacerlo. Son los mismos granos, al final cada uno del mismo color que al comienzo. Era una ilusión el verlos puestos en cierto orden, organizados de cierta manera, formando cierta figura. Pero esa figura solo existía en nuestras mentes.
Y lo que entendemos por fin es que lo importante no es el mandala en sí, ni perdernos en su contemplación. Lo importante es haberlo hecho, sumar cada grano, estar allí. Lo suficientemente atentas para no perder el momento, el instante fugaz que solo puede ser vivido en el ahora. Estar plenamente aquí compartiendo historias, encontrando puentes, contemplando espejos. Sumergidas tan hondamente en el presente que nos olvidamos por unas horas de la depresión, la enfermedad y el dolor. Descubriendo en círculo que estar aquí y ahora es el secreto para sentirnos, a cada instante, un poquito más vivas, un poquito más plenas. Redescubriendo en círculo que compartir historias es el secreto para aligerar el peso que parecen tener sobre nosotras y que, como el dibujo del mandala, son también una ilusión.