Círculo de historias sobre bullying
Círculo cuadragésimo tercero
13 de noviembre, fiesta de descenso del buda al reino de los 33 dioses, luna en menguante.
Otoño del Año del Caballo de Madera {2014 E.C.}.
En la casa de Sonia.
Círculo de historias sobre acoso escolar (bullying).
Cinco corazones reunidos alrededor de un tema que, de alguna manera, todos hemos sufrido en diferentes proporciones y en diferentes contextos.
Quizás el acoso escolar (bullying en inglés) es una situación recurrente en los colegios porque el colegio mismo es un caldo de cultivo para que se presenten abusos, en un microsistema, basado en la competencia, la comparación y la represión (que imita al macrosistema que le da origen). Allí la colaboración y la solidaridad no tienen cabida, pues está hecho para favorecer a unos pocos. Es un ambiente de por sí violento para los niños, si bien nadie quiere reconocerlo oficialmente pues nos lo han vendido como lo normal, o por lo menos lo necesario para que los niños aprendan a adaptarse en la sociedad (un hecho que a la larga es cierto: en los colegios se forma la mano de obra obediente que seguirá sosteniendo el estado enfermo de cosas en el que estamos viviendo).
Se ejerce una violencia sutil contra los niños al uniformarlos, al obligarlos a cumplir horarios y tareas repetitivas, al limitarles al máximo los espacios de juego y creación, al enseñarles que lo principal es ganar, ocultando que cuando se gana es a costa de que los demás pierdan. En un ambiente violento, no es raro que la violencia brote espontáneamente, sobre todo cuando no hay nadie dispuesto a evitarlo.
Por lo general, quienes sufren el acoso ni siquiera saben por qué lo están sufriendo. No parece haber una razón clara para ser objeto de hostigamientos, al menos desde la perspectiva de quien los padece. Para los abusadores basta con un detalle que haga al otro «diferente». Puede ser por cómo viste, o por su acento extraño, por el color de su cabello o porque su familia no tiene tanto dinero (la estratificación social dentro de los colegios es más común de lo que la sociedad está dispuesta a admitir).
En realidad, el abuso se puede iniciar por cualquier cosa. En un entorno en el que se pretende uniformizar todo y que todos los niños se comporten igual y se adapten a un promedio esperado, cualquier diferencia es reprobable. Y esta reprobación, originalmente individual, adquiere proporciones grupales en un entorno en el que es mejor seguir la corriente que diferenciarse y ser señalado. Así, basta con que un puñado de niños abusen de otro para que el resto del grupo los imite, los tolere o simplemente calle sin hacer nada para evitarlo. Alzar la voz, aunque sea para defender a otro, sería convertirse también en un blanco potencial.
El acoso escolar es un abuso que se repite sistemáticamente. Alguien te hostiga por cualquier motivo (probablemente él mismo ha sufrido abusos de otras personas), tú lo permites (probablemente no te han enseñado a valorarte y sientes que lo mereces) y así el abusador encuentra a su víctima. Buscará cualquier pretexto para seguirlo haciendo. Encontrará a otros que lo secunden. No hace falta que tenga el apoyo de todo el resto del grupo, basta con su silencio temeroso y complaciente. Si nadie se atreve a hacer frente al abusador —empezando por la propia víctima—, la situación se repetirá indefinidamente. Ni siquiera los profesores tienen cartas en el asunto, pues el ambiente escolar favorece el distanciamiento emocional entre alumnos y profesores. Es casi como una cárcel, donde los guardias no tienen autoridad sobre los asuntos internos de los presos. El alumnado es un ecosistema cerrado con sus propias reglas que cobran vigencia en cuanto el profesor sale del salón. Cada quien que se defienda como pueda.
Muchas veces ni siquiera la familia ayuda, cuando no se ha generado dentro de ella un ambiente de confianza que permita compartir estas situaciones, o cuando no se ha alimentado la autoestima de los miembros más jóvenes. Esto facilita que se conviertan en víctimas y con el tiempo pueden llegar a creer que efectivamente se lo merecen, pues no son lo suficientemente buenos, inteligentes, astutos, aplicados, valientes…
A veces la misma familia o los profesores señalan a la víctima como responsable. En vez de buscar la raíz del abuso, se profundiza en él socavando la autoestima de quien lo sufre. A la larga es un círculo vicioso: alguien sufre un abuso y es culpado «por no haber hecho nada», su autoestima disminuye y esto lo hace más propenso a nuevos abusos (y basta con repetir el ciclo un par de veces para que se vuelva crónico).
Para los hombres existe quizás una carga adicional, pues ellos son culpados por no defenderse, por no ser valientes, por no ser «lo suficientemente hombres». Para ellos, «ganarse el respeto» de los otros significa defenderse a los golpes. Hace falta una demostración de violencia para ser respetado. Si no estás dispuesto a usar la violencia, eres un «maricón» o una «niña», términos siempre destinados a descalificar y avergonzar. (Y después decimos que las mujeres somos las únicas que sufren la opresión del patriarcado y el machismo…).
También puede ser que dentro del mismo núcleo familiar existan situaciones de abuso. El victimario puede ser uno de los padres, un hermano, un tío, un abuelo… El abuso intrafamiliar (que puede ser psicológico o físico, y no necesariamente sexual) es uno de los más destructivos, pues proviene del círculo de confianza más íntimo que conoce una persona, los miembros de su propia sangre. Ante ellos ningún niño puede defenderse, pues en general los mayores de su familia tienen autoridad sobre él. ¿A quien más podría acudir para remediarlo? Si las únicas figuras de autoridad que conoce lo victimizan, ¿de quién podría aprender que merece ser valorado y respetado?
En cualquier caso, el abuso sistemático deja secuelas, que pueden prolongarse durante la vida adulta: sentimientos de vergüenza y culpa recurrentes, falta de amor propio, dificultades para relacionarse con los otros, dificultades para expresar los propios sentimientos. Además, los recuerdos dolorosos se bloquean, lo que dificulta erradicarlos y sanarlos más adelante.
Todo esto tiene repercusiones que afectan buena parte de nuestras relaciones sociales, aunque en principio no parezcan tener relación con ello. Nuestra vida adulta refleja las falencias en la formación que todos recibimos en la infancia y estas se siguen sembrando en las relaciones que establecemos en nuestras vidas, aunque no todos hayan sufrido abusos.
En nuestra sociedad es notoria, por ejemplo, la incapacidad para confiar en los demás lo suficiente como para abrirles el corazón y expresar nuestros verdaderos sentimientos (esto es algo que solo se hace con personas de absoluta confianza y en ambientes de total intimidad). Está mal visto no sentirse bien, como si fuera normal estar dichoso todo el tiempo. La depresión es innombrable y mal juzgada cuando se presenta. Mostrarse vulnerable es inapropiado socialmente, incluso ya sin distinción de género. Se supone que hombres y mujeres seamos «fuertes» y «valientes» y que nos sobrepongamos a nuestros sentimientos, de modo que sigamos siendo productivos y funcionales aunque nos estemos desmoronando por dentro. Todo esto son secuelas de los abusos que cada uno ha padecido o ha visto padecer a otros, pues se ha resquebrajado la confianza en el otro y se ha estigmatizado la vulnerabilidad.
Y las situaciones mismas de abuso se perpetúan en diferentes contextos a lo largo de la vida. Malaprendimos las conductas destructivas que sufrimos o que callamos e ignoramos cuando otros las sufrían. Y casi sin darnos cuenta repetimos la misma historia: practicamos la exclusión social casi de la misma manera en que los niños rechazan al «diferente» de la clase. Segregamos al forastero. Desconfiamos del extranjero. Señalamos a todo aquel que no se ve o no se comporta como nosotros. Poco a poco vamos trazando fronteras en nuestras relaciones. Nos casamos con una bandera (sea un país, una religión, un partido político, un equipo deportivo…) y estigmatizamos a todo aquel que no la sigue.
A la larga, esto es solo un reflejo de la enorme necesidad que tenemos todos de sentirnos parte de algo, de ser incluidos, de pertenecer. Pero no nos damos cuenta de que trazar un límite fuera del cual descalificamos al que no está de nuestro lado es legitimar el abuso y la violencia y dar paso a que otros a su vez me señalen a mí o a los míos y abusen de nosotros. Se convierte siempre en un juego de poder, en una competencia.
Cuando trazamos un límite nos hacemos daño, pues justamente nos limitamos también a nosotros mismos. El límite impone una diferencia entre «Nosotros» y «Ellos», como si no fuéramos todos parte de la raza humana. Y es que nuestras diferencias como seres humanos son justamente lo que hace que la humanidad sea tan rica y prolífica. Las mejores cosas que hemos producido han sido siempre resultado de un trabajo colectivo, una suma de esfuerzos, intereses y exploraciones diversas. Lo que le falta a uno los demás lo suplen con creces. Ser distintos es lo que nos ha sostenido hasta ahora, pero lo hemos convertido en el lastre que nos está ahogando. ¿Por qué no empezamos a abrazar la diferencia? ¿Por qué no reconocer y aceptar al otro y hacer equipo con él en vez de esforzarnos por superarlo y dejarlo atrás?
Les dejo un par de videos para reflexionar, el primero es un pequeño dramatizado con una lección sobre los orígenes del abuso y quizás una buena forma de ponerle fin. El segundo es una conferencia de una mujer que se dedicó a explorar la vulnerabilidad, la vergüenza y la relación que ambas tienen con la necesidad de conexión que tenemos los seres humanos:
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